En ese silencio forzado, muchas veces brota la palabra sin dirección. Se desliza en comentarios, suposiciones, versiones. Una forma de mantenerse cerca, aunque sea de manera torcida. O de justificar una ausencia que ya no tiene retorno.

El vacío que deja un vínculo roto muchas veces se llena con narrativa. Y no siempre es justa. Es el intento del ego por encontrar sentido, por quedar bien parado frente a los demás... y frente a uno mismo. "Si ya no me habla, algo debe haber hecho", se dicen. O "yo ya no podía más". Las historias se editan, se acomodan, se repiten.

Pero desde una perspectiva más íntima, lo que ocurre es simple y doloroso: cuando no hay más puentes, se levantan murallas verbales. Cuando no hay más posibilidad de encuentro, se reemplaza el diálogo con discurso. Y ahí nace el murmullo.

¿Qué hacer con eso?

No siempre se puede frenar lo que otros dicen de nosotros. Tampoco hace falta. Lo que sí podemos hacer es cultivar la paz de saber que no todos merecen acceso a nuestra versión más auténtica. Que el silencio también es una forma de respeto: hacia lo que fue, hacia lo que ya no es, y hacia nosotros mismos.

Hablar de alguien no es lo mismo que hablar con alguien. Y eso marca toda la diferencia.

A veces, el cierre de una conversación no es el final de una historia, sino el comienzo de una nueva etapa: la que transcurre en paz, sin necesidad de explicarlo todo.